1917 es una película sobre la Gran Guerra, contada a partir de la historia de dos jóvenes soldados ingleses en las trincheras del norte de Francia. Dos caracteres, un destino les une. La escena comienza con los protagonistas descansando en un hermoso prado sembrado de trigo y colza; blanco, dorado y amarillo; llega un superior que los envía a ver a los mandos para realizar una misión. El árbol es otro personaje, la naturaleza y la humanidad, la vida erguida y rotunda frente a la muerte; la calidad moral de los hombres en la tragedia y el drama de la guerra. El drama bélico comienza con la sordidez de las trincheras, los hombres sustraídos, reducidos a un espacio mínimo, entre el barro y los heridos. Mientras avanzaba la historia recordé por momentos al Goya reportero de guerra; también el cuadro de Brueghel, el Triunfo de la muerte donde todos son cadáveres y no existe un atisbo de redención; en otros planos la calidad matérica de los espacios recuerdan las obras realistas de Anselm Kieffer que es, sin duda, el pintor de la memoria del siglo XX, de la barbarie de la destrucción. Una película sobre la responsabilidad, el coraje y la audacia, sobre el deber moral de resistir y combatir sin descanso contra la barbarie que aparece todo el tiempo poniéndolos a prueba. Una película sobre el absurdo de la guerra y sobre los hombres comunes extraordinarios. Pedagógica en estos tiempos en que los hombres son acusados y señalados -de manera general- como autores de las peores violencias. Es cierto que la guerra ha sido siempre un asunto de hombres, en la película aparece una sola mujer y una niña de meses. Las mujeres estaban en la retaguardia, en los campos trabajando, en las fábricas de armamentos, en los hospitales de campaña pero frente a esta barbarie extrema y terrorífica, frente al mal absoluto estaban estos hombres solos, hundidos en el barro, batallando contra el ejército alemán y contra las ratas.